Aterrizas
en Oriente, después de doce horas de vuelo, con una sensación extraña de
permanecer aún dormida. Como en un sueño, se van sucediendo las caras de
ángulos desconocidos de gesto serio y de mirada escudriñadora. Te sientes observada por ellos con una mezcla de perplejidad y asombro. Te diriges a la
salida del aeropuerto envuelta en un idioma que desconoces y que te resulta aún más
extraño aderezado por los gritos que los chinos utilizan para comunicarse entre
ellos. Eres incapaz de entenderte con el taxista y él no hace tampoco mucho
para facilitarte las cosas. Es casi un milagro conseguir llegar al hotel donde
tenías hecha tu reserva, pero allí, por fin, parece que se empieza a hablar
inglés. Ese idioma que tanto odiabas en el colegio y que tan útil te ha sido en
todos los viajes, parece que por fin te será de mucha utilidad en China, aunque pronto
te das cuenta que excepto en los hoteles, en el resto de cualquiera de las
ciudades que visitas, apenas se entiende o habla. Te viene a la memoria
enseguida esa maravillosa película de Sofia Coppola y tú también te sientes “perdida
en la traducción”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario